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Otra clase de historia

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Portada: Fernando de Médicis creía que su anillo de ópalo lo protegía de los venenos, pero…

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Alejandro Dumas.

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TITO ROS

Lo que sigue ocurrió en plena primavera. Y poco me importa que a día de hoy la mosca se esté bañando en el vino del estío ni que muchos seamos los que vamos a pagar un aumento en las tasas de aeropuerto. Aquel día, a los que aguardábamos en clase nos sorprendió que la puerta se abriera y apareciese el señor director con otro tipo siguiéndole de cerca los pasos. Nuestro Dire se parece a aquel otro del Botones Sacarino y aquel día de primavera, en el que las primeras golondrinas ya repicaban en los cristales de nuestra aula, mostraba una cara compungida. No tardó en clarificarnos el motivo.

Parece ser que el profesor de Historia había fallecido en un accidente.

—¿Qué tipo de “accidente”?

Preguntó el más avispado de nosotros.

Y el Dire no escatimó detalles.

—Estaba con su cuñado en el campo y a éste se les escapó la hoja de la motosierra cercenándole ahí mismo la cabeza.

La vida tiene esta clase de guiños. Ya que por aquellos días, el ya fallecido, nos estaba adentrando en la Revolución Francesa.

Dicho esto, el Dire nos presentó al gordo que hasta entonces le había acompañado en silencio. Diremos también que, aparte de gordo, era mulato, con el pelo afro y con ojos de rana saltarina. Pero lo que más nos chocó fue su acento tan remarcadamente francés:

—Me llamo Alexandre Dumas y soy vuestro nuevo profesor de Historia.

Conozco a Dumas desde que tuve el uso de conciencia. Muchos de mis primeros recuerdos son en blanco y negro y veo al actor Pepe Martín, como Edmundo Dantés, escapando por un agujero en El Conde de Montecristo. Curiosamente también, cuando pienso en D’Artagnan le pongo siempre la cara de Gene Kelly y, por supuesto, no habrá nunca mejor Milady que Lana Turner más allá de El cartero siempre llama dos veces.

En cuanto a mis recuerdos en colores siempre me quedo embarullado. La culpa lo tiene haber devorado tantas Joyas Juveniles de Bruguera en mi niñez. Y así, durante mucho tiempo y todavía a día de hoy -cuando la mosca se está bañando en el vino del estío- me queda la reminiscencia de creer que Historia de dos ciudades y La Flecha Negra fueron también escritas por Alejandro Dumas.

Pero qué le vamos a hacer, a mí la Historia que me gusta es la que nos explica el profesor Dumas. No puedo, o no quiero, imaginarme otros tejemanejes palaciegos diferentes a los que se relatan en La reina Margot. De Charlotte Corday siempre me quedaré con la bofetada. Y, por supuesto, el cardenal Richelieu siempre será para mí ser un ser fétido.

Era primavera, maldita y aguijoneadora, y el profesor Dumas soltó una caribeña carcajada y nos dijo que la Revolución Francesa, aquel día, se la pasaba él por el forro. Que ya teníamos suficientes decapitados por hoy. Miró por la ventana, dio un beso a través de los vidrios a las golondrinas y nos comentó que él quería volver a los Médicis.

—¿Esto fue el Renacimiento?

Preguntó entonces el avispado.

—Llámalo así… -dijo Dumas-. Pero ya he hablado con el profesor Gamoneda, el de Botánica, y le he dicho que hoy su clase también la daré yo.

Nunca aprendí tanto sobre venenos.

“El cardenal Fernando de Médicis llevaba puesto en el dedo un hermoso ópalo; se trataba de un regalo que había recibido de Cosme, su padre. Este ópalo, gracias a una serie de combinaciones químicas, tenía la facultad de empañarse cuando se acercaba a algo que estuviera envenenado. El ópalo se mantenía brillante, la cena continuaba alegre y el cardenal seguía comiendo de todo. Pero cuando llegaron los postres…”.

Dumas, Dickens y, tal vez Stevenson, bordaron el folletín. Suyos son esos frascos de pócima suspense. Pero, sólo el francés es capaz de explicar un hecho histórico de esta guisa:

“Finalmente, llegada la noche, abrieron la habitación de Lorenzino y, como era de esperar, encontraron al duque muerto y en la misma posición en que lo dejaran sus asesinos, pues nadie había entrado en ella. Aprovechando la oscuridad, lo llevaron enseguida, y previamente enrollado en una alfombra, hasta San Juan y de allí hasta la vieja sacristía de San Lorenzo donde lo dejaron”.

Es fácil adivinar que de todo este suceso a Dumas lo que más le interesó fue ocultar un cadáver dentro de una alfombra enrollada.

Pero se hace más difícil saber hasta qué punto la historia de los Médicis hubiese sido bella si Dumas no se hubiese fijado, a su manera, en ella.

Si a mí me preguntaran ahora cuál ha sido mi suceso favorito de la Historia, respondería sin ninguna duda que la conjura de los Pazzi. ¿Por qué? Porque nunca olvidaré cómo la relató Dumas: con esos dos frailes inexpertos en el acto de matar y que “en el momento de la elevación de la hostia (la señal consignada) sintió (Lorenzo de Médicis) cómo se apoyaba una mano en su hombro; al girarse vio brillar la hoja de un puñal en la mano de Antonio de Volterra (uno de los sacerdotes). Instintivamente, se hizo a un lado de manera que el hierro que tenía que atravesarle la garganta no hizo más que rozarle el cuello”.

En Dumas nunca faltarán conjuras; tampoco, venenos y, por otro lado, se asesina a lo bestia. Como ha de ser.

¿Quieren Historia?

Les contaré una.

Estaba yo bajo un telediario de 24 horas y sobre una cerveza en copa grande, cuando se me acercó un tipo, que segundos antes había pronosticado la subida del IVA para mediados de julio y que había visto en mí un no sé qué. Había visto que no hablé de economía, que me pedí una ración más de anchoa y que devoraba al mismo tiempo un libro casi como lo hacía en mi niñez. Se me acercó, dije, y me preguntó:

—Disculpa, ¿puedo saber qué estás leyendo?

Seguí sin hablar, me sequé el aceite de las anchoas con una servilleta de papel y le mostré la portada de mi libro: Los Médicis, de Alejandro Dumas.

—¡Qué casualidad!

Exclamó, como nunca antes vi a nadie tan ilusionado.

—¡Mira cuál es el primer título de mi ebook!

Era El collar de la reina, también de Dumas.

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LOS MÉDICIS

Alejandro Dumas

NAVONA


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